13 de noviembre de 2009

El estatus, de Alberto Olmos


A Olmos le gusta jugar. Ya hace tiempo jugó al vómito suicida, después a la novela fría con excusa exótica, después a la novela coral pero ordenada y, más recientemente, a la novela-situación que no situacionista. Ponerle vosotros los nombres a las novelas, anda… googlear un rato.


En esta ocasión juega a ser un escritor centroeuropeo al que no le molesta que se le reconozcan las costuras: las de sus influencias, no las de su tejido narrativo. Faulkner y Beckett son sustantivos que en la sinopsis se pueden leer porque el escritor quiere que el lector comedido los lea. Atención, no se amarra a cualquier cosa: nada más y nada menos que FAULKNER y BECKETT. Para los no iniciados esto es un aviso de que Olmos VA EN SERIO, es decir, Olmos no es un escritor que se conforme con entretener, con hacernos soñar, hacernos sentir, recrearnos en la excusa (y mentira) cultural de que leer un libro es bueno, per se. ¡No! Olmos quiere que sepamos que es un escritor COJONUDO: lo demás, no le importa. En cierto sentido, es lo único a lo que debería dedicarse un escritor: a hablar solo con su obra, a decir: soy único, y pienso que todo lo demás es basura, (excepto, por supuesto, Faulkner y Beckett, de los cuales he recogido el TESTIGO de aupar el nombre de la literatura a su punto más álgido, y aquí lo hago como en otras pasadas y acertadas ocasiones).


Ya puestos a leer la obra en cuestión queda claro que el autor ha leído a Faulkner, y lo ha leído bien, es decir, ha aprendido la importancia de la voz narrativa y lo exprime al máximo. De hecho la lectura de la novela es una delicia tan sólo por dicha superposición de voces, enigmática en un principio pero cada vez más cómplice con el lector conforme va avanzando la trama. Clarita, la niña, Clara, la madre y Jesualdo, el portero son algunos de los personajes que recorren las habitaciones de una casa que se me antoja gris, de techos altos y escaleras anchas y empinadas. La casa no deja de ser otro personaje más, la estructura movediza que hace que las motivaciones y deseos de las personitas que viven dentro se deslicen hasta un final que le da la mano al comienzo.


Por otro lado, lo de Beckett no lo veo tan claro, quizás porque yo asocio Beckett claramente con un uso del lenguaje muy personal, más que con situaciones minimalistas, enigmáticas o claustrofóbicas (el eterno malentendido con Beckett), y aquí el uso de la prosa es mucho más narrativo y fluido. No obstante, agradezco que hayan utilizado el nombre de Beckett como coartada oscura y abismal y no el de Kafka que, como todos ustedes saben o deben saber, es el referente preferido de todos aquellos con pereza mental congénita.


Resumiendo: la novela se lee rápido, con interés creciente y termina cuando tiene que terminar y de la mejor manera posible. Los ecos que dicha historia puedan haber tenido dentro de los cráneos de otras personas… lo ignoro. En mi caso no ha sido un relato que haya sufrido reverberaciones futuras, aunque en el momento de la lectura la haya disfrutado como un niño idiota con paperas. Y es que uno de los aspectos a agradecer de la narrativa de Olmos es el carácter diferenciador de cada una de sus obras, su negación a repetirse y destrozar aquello de “todos los escritores escriben una y otra vez el mismo libro”. A Olmos no le valen las fotocopias ni las segundas oportunidades. Cuando Olmos apunta un objetivo, quiere acertar y dejar el resto de balas en el cargador... porque sabe que, sin duda, algún día le harán falta.


21 de agosto de 2009

La puerta, de Magda Szabó


En un principio había algo en “La puerta” que me recordaba a “El gran cuaderno” de Agota Kristoff. Ambas hablaban de un mismo mundo, hostil y despiadado, el de la Europa del este de postguerra, en este caso Hungría. Las diferencias más obvias se presentan ya desde las primeras líneas: si bien el estilo de Kristoff es seco y afilado, la prosa de Szabó es amable, reflexiva y transparente, en algunos momentos un verdadero testimonio oral de un superviviente: Emerenc, la criada que Szabó tuvo a su cargo ( o ella al cargo de Emerenc, más bien) durante muchos años. Uno de los muchos atractivos de la novela es observar desde primera línea como la relación ama-criada se va invirtiendo hasta el desenlace final. En efecto, Magda se transforma en un narrador testigo de primer orden, y nos va desvelando la vida y vericuetos de Emerenc al mismo tiempo que ella los va descubriendo. La narración en sí deslumbra precisamente por la nula afectación, la fuerza de los detalles y la naturalidad con que Emerenc cuenta a Magda hechos terribles y brutales de su pasada, así como la forma de entroncarlas con los nada pueriles hechos que transcurren en un presente compartido. No hay desperdicio en el carácter de Emerenc, y sus escuetas pero demoledoras opiniones sobre el mundo intelectual, político y obrero que le rodean: “los curas mienten, los doctores son ignorantes y codiciosos, los letrados fingen porque lo mismo les da defender a un asesino que a su víctima, los ingenieros hacen sus cálculos en función de los materiales que piensan robar para construir su propia casa y, para concluir, tanto las grandes fábricas como los institutos de investigación están dirigidos por una panda de mafiosos. Todas esas discusiones las teníamos, tanto ella como yo, voz en grito”. La posición de M. Szabó,. intelectual de sangre dinástica con tendencias “progres” queda en entredicho ante las opiniones descarnadas de Emerenc, extraídas de la experiencia: “(…) que nadie le viniera a contar nada de la vida, porque a ella, desde pequeña, la habían obligado a ocuparse de la cocina de su familia, y a los 13 años ya servía en una casa en Budapest” Pronto nos damos cuenta de que la novela es Emerenc gracias a que la autora es capaz de crear todo un mundo alrededor de la figura de Emerenc: sus frases, sus movimientos, sus silencios, sus desapariciones, cualquier detalle, cualquier mirada … narrado con una soberbia precisión y una sutileza psicológica totalmente maestras , capaz de atrapar nuestra atención hasta la última página, arrastrándonos hasta la última línea: “Giro la llave… Sigo luchando en vano”.

7 de agosto de 2009

Maestros Antiguos, de Thomas Bernhard


Leer a Thomas Bernhard y contarlo es comprarse un BMW descapotable y pasearlo delante de la más lujosa discoteca.

No. Mejor aún:

Leer a T.B. y contarlo es, como dijo Reger, enjuto y abnegado admirador de Bach, después de Mozart, sin querer pero, tal vez la próxima, comprarse un coche, digamos BMW por las siglas, el alemanismo tan presente en la sala, detrás de Bach, entendiendo como des-automatismo sin apreciarlo, es despreciable, el BMW en su, así Reger, palpitante y odiosa humanidad de la discoteca, plagada de, dijo Reger, babosos defensores del pre-Mozart lisérgico, así Bach, tras tres días de lamentos, esta ciudad odiosa llena de libros, del mundo superfluo y antagónico de la, como señalaba Reger, tras apurar un último vino sentado en la silla de caoba del S. XVII que su abuela odiaba pero que, tras utilizarla y odiar en ella a todo el género humano, resultó ser el mejor asiento para su gran y odioso culo despreciable, y pasearlo delante de, así Mozart, cautivo de su propio deseo, plural y beneplácito, rostro, más lujosa, como su librería atestada de viejo, discoteca.

La apariencia de los textos de Bernhard es de RICTUS, del agarrotamiento mental más terminal, si eliminásemos las frases bucles que beben de sí misma ad nauseam mucho me temo que este libro podría quedarse en, perfectamente, ocho páginas. No hay nada genial en esto. No merece la pena escalar una prosa escollada y llena de piedras y piedrecitas para llegar arriba y ver que abajo solo más piedras y piedrecitas y después el cielo, y sí, y eso ya lo sabías abajo, y entonces qué, Thomas Bernhard, de qué sirve tanto embobamiento contigo si tus libros son un mero conglomerado industrial ideal para sostener puertas.

Lo único que aprecio, y lo cual le honra, es su total falta de compromiso con nada que no sea su propia escritura. Pero no es suficiente. Eso no es casi nada, me atrevería a afirmar. Las calles están llenos de mendigos que poseen esta cualidad en su mayor expresión, falta de compromiso con nada que no sea su propia pobreza, y nadie les considera genios por eso.

Este mundo no se merece nada, pero de alguna manera me alegro que alguien tan insignificante como yo venga aquí a decir que TB es un engañabobos, un timo para elitistas, un encofrador de páginas llenas de un asco infantil a: los niños, las familias, las clases bajas, las clases altas, los perros, los snobs, Austria… etc Lo peor de todo, aunque no lo más irónico, pero sí lo más preciso y radical, aunque no lo más provinciano, (y así ad nauseam) es que Bernhard no sabía que se estaba retratando a sí mismo dentro de 30 años al hablar de Stifter, así Reger. Bernard es un desgraciado borracho de prejuicios, es decir, de sí mismo.

Por otro lado, bien es sabido que todos los austriacos padecen de un extravagante complejo de inferioridad por ser eso, austriacos, y no alemanes. Así YO.

Yo creo que a algunos les gusta Bernhard porque no han llegado a sentir en su totalidad su desprecio, su absoluto aborrecimiento por todo lo que se mueve alrededor. Yo lo siento todos los días y no es algo plausible, ni honroso, ni valiente, ni digno. Es cobarde y es miserable, y es ridículo y es una absoluta pérdida de tiempo. ¿Por qué? Porque no somos realmente honrados y sinceros con lo que sentimos si no nos suicidamos, si, a pesar de todo nuestro asco, seguimos vivos. ¡Porque somos irrespetuosos con nuestro propio odio!

Esa gente, esa gente ve el nombre de Thomas Bernhard escrito y ya sienten una erección, quieren ser Thomas Bernhard, quieren llamarse Thomas Bernhard, quieren ser follados por Thomas Bernhard en todas las posiciones posibles en que Thomas Bernhard puede follar, preciso y radical. Thomas Bernhard es en realidad tremendamente pequeño burgués a pesar de su disfraz de prosa vacía, repetitiva y austera (“no malgastar las palabras”…. Idiotas), y no hace más que arrastrar su aborrecimiento no por las clases bajas o latas, sino por absolutamente cualquier persona que no sea él mismo.

Al final me está gustando un poco el libro, pero esto no contradice lo anteriormente escrito. Así Reger.

20 de abril de 2009

La exhibición de atrocidades, de J.G. Ballard

Ballard murió ayer y yo no lo estaba leyendo. Le engañaba con Hugo Claus y realmente “Una dulce destrucción” iba a ser la siguiente reseña que tenía en mente pero la muerte de Ballard ha aniquilado esa opción. No podía ser de otra manera: “Exhibición de atrocidades” es, sin duda, un mejor título. Y un mejor libro, aunque J.G.Ballard sea un tipo antipático a la hora de recomendarlo. No es un escritor al que alguien te lleve de la mano: tienes que descubrirlo tú, de alguna manera seguir pistas hasta que llegues a alguno de sus libros. Mi miga de pan fue la canción “Atrocity Exhibition” de Joy Division, hace ya quince años. Cuando abrí sus páginas encontré el mismo mundo que ese tema extraño y retorcido sugería: un lenguaje de la desolación, un apocalipsis mediático narrado a golpes de bisturí que me automediqué a 5 mg al día. Una mayor dosis de sus páginas me producía serios temblores, alucinaciones y otra serie de efectos secundarios que no soy capaz de explicar. En ese libro se encontraba la simiente de una de sus obras más conocidas y controvertidas: “Crash”. Nunca he podido terminar de leerla. Otra forma de aproximación, tangencial, a su obra sería “Milagros de vida”, autobiografía que fue publicada hace dos años, en la que Ballard informaba por primera vez del cáncer de próstata que sabía que le llevaría en plazo breve a la muerte. En ese libro se descubría una faceta desconocida y entrañable: la de padre modélico. Ballard compaginaba la escritura de algunos de los libros más terribles del siglo XX con un cuidado reverencial y un amor desmedido por sus hijos. Drogas, alcohol y destrucción se daban de la mano con arrumacos, juegos infantiles y paseos al campo. Cuando ahora pienso en Ballard no dejo de verlo en esa tesitura, un viudo precoz al cargo de sus tres hijos mientras narraba la herrumbre pornográfica de una nueva sociedad.

No sé qué desearle a un cuerpo ya muerto. No deseo diseccionar su obra ni escribir una reseña en la que la palabra “distopía” sea el fórceps a través del cual vislumbrar influencias y otras heridas. Ballard es un juguete exótico en manos de intelectuales y científicos y demás carroña y les dejo todo ese placer rizomático para ellos.

3 de abril de 2009

Sida Mental, de Lionel Tran




Estaba pensando en autodescomponerme en pequeños trocitos para luego lanzarlos al universo y contemplar su desintegración rizomática cuando me encontré con este libro entre mis manos. Lo coloqué en paralelo a mi corazón y tangencialmente a mi médula ósea y miré la portada. Luego lo abrí y un par de frases salieron de las páginas y me golpearon el duodeno, pum, para luego pasar a mi colon, y desde allí desintegrarse en el aire viciado del almacén. Olvidé qué frases eran porque después me leí todo el libro y ya todas las frases y párrafos forman parte de mi desastre esquemático. Por eso hablo de este libro. Porque, a pesar de que el título no me sugestionó, ya que ignora el lenguaje pangeico, encontré algo dentro que no suelo encontrar. Y no es literatura, sino su adyacente: mediocridad. Mediocridad deluxe. La mediocridad narrada de forma excelsa siempre me ha parecido mucho más recomendable que lo excelso narrado de forma mediocre. Ahora mis flujos y fluidos son mucho más solidarios, y puedo reflexionar acerca de, por ejemplo, cómo los libros de Periférica son mucho más “caballo de troya” que los mismos libros de la editorial Caballo de Troya. Quizás por eso su editor, Constantino Bértolo, ha editado su libro “La cena de los notables” en Periférica. Y me refiero no solo al formato: libros pequeñitos, de colores ocres o yema de huevo a punto de pan.

Descubrir que Lionel Tran es guionista de comics, además de editor de su propia y transgresora pequeña editorial, Terrenoire, no hace más que añadirle puntos varios a su skill multidisciplinar. Uno se encuentra más acompañado, menos solo, menos deudor de la carencia y de la cadencia. Uno se atreve incluso a reseñarlo, a recomendarlo en voz bajita cuando me encuentro solo pero menos solo, a media luz y con un cuarto de cigarrillo prendido en el pulmón izquierdo, ese, sí, el que sufre más los latidos de las viviendas de protección oficial.

17 de febrero de 2009

Anotaciones a la gran ópera del pequeño Alprazolam 0,5, Lucas Martín















Canciones infantiles japonesas vertidas directamente de la vena roja de Youtube mientras intento escribir esto. Qué mejor manera de empezar a hablar de “Anotaciones a la gran ópera del pequeño Alprazolam O.5”* de Lucas Martín. Qué mejor manera de incitar al suicidio colectivo de autobuses, o de decir nada de nada por nada.

Releo.

La música no deja de sonar.

Empiezo a saltar como un puto niño japonés mientras mi cerebro se concentra y piensa en poesía. No, POESÍA en letras capitales. la poesía, como escriben las poetisas con gato. Las poesías, como dice mi madre. Los poemas, como decía mi maestro. Los puemas, como diría un niño.

Y es el único que lo dice bien.

Un puma hecho verbo, una carrera por la selva, rodeado de japoneses locos derrapando sin parar de gritar hasta que los monos autóctonos deciden darse una excedencia.

Cubrir la poesía de intelectualismo es denigrarla al nivel de una grúa de obra: grande y vistosa, pero incapaz de hacerte cosquillas. Acaparar un tractatus ideológico de intenciones es destripar un cisne* para captar mejor su belleza. Un estropicio académico, formulado, llevado al límite burocrático, extrayendo los principios por los cuales… Una estupidez de matrícula de honor, extranjera y capicúa. El drama es secuestrado: somos oficiales de la semiótica, así que no lloréis.

Parece que no estoy diciendo nada de “Anotaciones…” pero en realidad lo estoy diciendo todo, aunque sea por omisión dolosa. Dejemos ahora que el libro hable:

(…) tan altiva, tan contrita/tan de letanías moribundas, tan de rodillas/tan acumulando tensiones jurásicas en el pleistoceno medio/me preguntaba si usted tendría la gentileza cristiana de responderme/a estas dos cuestiones de religiosidad violeta:/¿por qué, señora mía, las monjas/siempre huelen a naftalina?/¿y por qué mi taza de chocolate/ya no cree en sus vidrieras ojivales? (…)”

(Metafísica inesperada con ritual al dorso)

Las líneas explotan, o implotan, dentro de la página, y los formularios desaparecen y huyen a refugiarse hacia ministerios de cáncer.

Todo es posible dentro del desastre.

Un holocausto de platos sin fregar, un Auswitch sin pilas alcalinas, el apocalipsis de la carta certificada ya rota y abierta.

El estetoscopio de la portada parece medir el propio pulso del libro, buscando su corazón, sabiendo que palpita al ritmo de bocanadas de humo. Esto no es sano para usted ni para nadie que coleccione miedos. Y por eso mismo se lo recomiendo.

Ningún cigarrillo es ilegal

(Sala de fumadores: revolución y épica)

(Vuelven los locos japoneses. Se suben encima de mi tripa y empiezan a saltar. Me obligan a cantar otra canción en RE menor)

La ópera termina y sólo queda la saliva malgastada por la soprano encima del escenario:

“ (…) o mejor: disuélvete/cuéntale al mundo lo de que tu cintura se emparenta con los mejores y más tristes ríos de europa/lo de tu sombra bella bajo el sol que la aniquila/en definitiva/todo lo que hay que contar en un buen escupitajo (…)”

(Conga)

Registros que no se registran, que no se dejan registrar por ningún policía de aduana. Versos a punto de coger un vuelo hacia cualquier mota de polvo provista de centros comerciales. Manuales de lavadora en perpetuo estado de centrifugación. Sin secadora, ni matasuegras a contramano.

Qué más quieres, eh, qué más quieres. Japón está demasiado cerca, y yo ya no sé cómo hacer para quitarme los kanjis de los oídos.

A leerlo. Sin rechistar.


1*Editado por la lactante editorial Alfama, se encuentra en el TOP 5 de libros de poesía del año 2008 de Tertulia Andaluza.

2*(Pero qué cisne ni que mono muerto. Un cisne es a “Anotaciones…” como un playmobil a Roucco Varela).