20 de abril de 2009

La exhibición de atrocidades, de J.G. Ballard

Ballard murió ayer y yo no lo estaba leyendo. Le engañaba con Hugo Claus y realmente “Una dulce destrucción” iba a ser la siguiente reseña que tenía en mente pero la muerte de Ballard ha aniquilado esa opción. No podía ser de otra manera: “Exhibición de atrocidades” es, sin duda, un mejor título. Y un mejor libro, aunque J.G.Ballard sea un tipo antipático a la hora de recomendarlo. No es un escritor al que alguien te lleve de la mano: tienes que descubrirlo tú, de alguna manera seguir pistas hasta que llegues a alguno de sus libros. Mi miga de pan fue la canción “Atrocity Exhibition” de Joy Division, hace ya quince años. Cuando abrí sus páginas encontré el mismo mundo que ese tema extraño y retorcido sugería: un lenguaje de la desolación, un apocalipsis mediático narrado a golpes de bisturí que me automediqué a 5 mg al día. Una mayor dosis de sus páginas me producía serios temblores, alucinaciones y otra serie de efectos secundarios que no soy capaz de explicar. En ese libro se encontraba la simiente de una de sus obras más conocidas y controvertidas: “Crash”. Nunca he podido terminar de leerla. Otra forma de aproximación, tangencial, a su obra sería “Milagros de vida”, autobiografía que fue publicada hace dos años, en la que Ballard informaba por primera vez del cáncer de próstata que sabía que le llevaría en plazo breve a la muerte. En ese libro se descubría una faceta desconocida y entrañable: la de padre modélico. Ballard compaginaba la escritura de algunos de los libros más terribles del siglo XX con un cuidado reverencial y un amor desmedido por sus hijos. Drogas, alcohol y destrucción se daban de la mano con arrumacos, juegos infantiles y paseos al campo. Cuando ahora pienso en Ballard no dejo de verlo en esa tesitura, un viudo precoz al cargo de sus tres hijos mientras narraba la herrumbre pornográfica de una nueva sociedad.

No sé qué desearle a un cuerpo ya muerto. No deseo diseccionar su obra ni escribir una reseña en la que la palabra “distopía” sea el fórceps a través del cual vislumbrar influencias y otras heridas. Ballard es un juguete exótico en manos de intelectuales y científicos y demás carroña y les dejo todo ese placer rizomático para ellos.

3 de abril de 2009

Sida Mental, de Lionel Tran




Estaba pensando en autodescomponerme en pequeños trocitos para luego lanzarlos al universo y contemplar su desintegración rizomática cuando me encontré con este libro entre mis manos. Lo coloqué en paralelo a mi corazón y tangencialmente a mi médula ósea y miré la portada. Luego lo abrí y un par de frases salieron de las páginas y me golpearon el duodeno, pum, para luego pasar a mi colon, y desde allí desintegrarse en el aire viciado del almacén. Olvidé qué frases eran porque después me leí todo el libro y ya todas las frases y párrafos forman parte de mi desastre esquemático. Por eso hablo de este libro. Porque, a pesar de que el título no me sugestionó, ya que ignora el lenguaje pangeico, encontré algo dentro que no suelo encontrar. Y no es literatura, sino su adyacente: mediocridad. Mediocridad deluxe. La mediocridad narrada de forma excelsa siempre me ha parecido mucho más recomendable que lo excelso narrado de forma mediocre. Ahora mis flujos y fluidos son mucho más solidarios, y puedo reflexionar acerca de, por ejemplo, cómo los libros de Periférica son mucho más “caballo de troya” que los mismos libros de la editorial Caballo de Troya. Quizás por eso su editor, Constantino Bértolo, ha editado su libro “La cena de los notables” en Periférica. Y me refiero no solo al formato: libros pequeñitos, de colores ocres o yema de huevo a punto de pan.

Descubrir que Lionel Tran es guionista de comics, además de editor de su propia y transgresora pequeña editorial, Terrenoire, no hace más que añadirle puntos varios a su skill multidisciplinar. Uno se encuentra más acompañado, menos solo, menos deudor de la carencia y de la cadencia. Uno se atreve incluso a reseñarlo, a recomendarlo en voz bajita cuando me encuentro solo pero menos solo, a media luz y con un cuarto de cigarrillo prendido en el pulmón izquierdo, ese, sí, el que sufre más los latidos de las viviendas de protección oficial.